Me dicen los escasísimos seguidores de este blog que mis entradas son demasiado largas para el medio en el que están escritas y sus improbables destinatarios. He calculado que vienen rondando las 900 palabras. Vamos a probar a hacerlas de 500 como máximo. Me cuesta imaginar cómo podré resumir esta, que relata un ciclo de lecturas venezolanas.
Gregorio, un hombretón de ancho cráneo, rostro pálido y abundante pelo entrecanoso cortado a cepillo, confirma durante la cena, en San Rafael, que él para los venezolanos es un catire: el hombre de tez clara, a menudo rubio y de ojos claros. En femenino: la catira. Su mujer, Zoraida, no conoce la novela de ese título de Camilo José Cela. Ivanosca sí, claro: nunca la leyó pero la imagen que tiene de ella es nítidamente negativa. Tampoco Marina la leyó pero sabe situarla en el contexto de la presidencia de Marcos Pérez Jiménez.
Estas tres treintañeras afincadas en España recelan de las reacciones ante su procedencia venezolana, se ve que vacilan al confesarla. Será que aún colea el «porqué no te callas». Puede que hayan tenido que soportar algún comentario impertinente. Su percepción (con grados distintos de conocimiento) de la obra de Cela es significativa. O dejó mal recuerdo como novela venezolana fallida, o se asocia a un episodio no muy edificante de las relaciones hispano-venezolanas, o se ha olvidado por completo.
Todo empezó cuando le dieron un premio a Historia de un encargo: ‘La catira’ de Camilo José Cela. Literatura, ideología y diplomacia en tiempos de la Hispanidad», un ensayo de Gustavo Guerrero, profesor venezolano que da clase en la Universidad de Amiens. Juro que no sabía, cuando me hice con el libro, que citaba en la bibliografía mi gran clásico De Bogotá a Rosario: la lengua española y la política regional de España hacia América Latina. Pero me hizo tanta ilusión encontrarme a pie de página que no puedo resistirme a compartirlo con mis dos o tres lectores.
El libro cuenta una historia apasionante de viajes, literatura y diplomacia. En el debe: cae en algunos tópicos al emitir juicios sobre regímenes de otros tiempos y sus intelectuales, como si necesitara justificarse por estudiar este tema, con personajes tan reaccionarios, y no otro. Hay también algunas afirmaciones tal vez no falsas pero incompletas: por ejemplo, no todo el discurso de la «subalternidad de la cultura latinoamericana» ni todas las retóricas hispanoamericanistas proceden de «las más agresivas derechas españolas de los años treinta».
Conferenciante viajero por cuenta de lo que hoy llamaríamos la ‘diplomacia cultural’ española, Cela recibe en Venezuela el encargo oficial de escribir un libro que, emulando a Brasil, país del futuro de Stephan Zweig (entre otros), promueva la imagen de Venezuela en el mundo y anime a colonos, turistas e inversores a acudir en gran número. Vamos, lo que hoy hacen las film commissions como la que hizo posible que Woody Allen filmara su Vicky Cristina Barcelona en la ciudad condal.
La novela de Cela es un pastiche lingüístico que tuvo buenas críticas en España, pero amargas o burlonas en Venezuela, que enseguida se entreveraron con la oposición a la dictablanda de Pérez Jiménez y sus relaciones con el régimen de Franco: dos regímenes autoritarios que en los años 50 entraban en fase de optimismo desarrollista. Su supuesta transcripción fonética del habla llanera es penosa de leer. El esfuerzo filológico de Cela, su lista de venezolanismos, se vuelve inane con el tiempo.
(A este ciclo de lecturas, aunque no exactamente por venezolana, pertenece Tirano Banderas, de Valle Inclán: otro ejercicio de recreación del habla hispanoamericana pero de otra naturaleza, porque no pretende ser preciso ni exahustivo; allí hay giros y expresiones de toda América puestos con un ingenio extraordinario. Además de inaugurar el género de la novela de dictador, Valle Inclán hace un retrato cruel y esperpéntico del tirano prototípico y de los personajes que giran en torno a él: el consejero adulador, el gachupín avaricioso, el revolucionario de pacotilla, el diplomático con debilidades, etc.)
Pero el libro tiene el ritmo y la economía expresiva, la contundencia de los diálogos que se encuentra en las mejores novelas de Cela. Aquí y allá salta la chispa de ingenio, arrancando la sonrisa, la risa incluso. Las interpretaciones que recoge Guerrero, incluyendo las suyas, examinan la novela por todas partes y muchas aciertan, iluminando plenamente la obra, ayudando a entenderla y poniéndola en su sitio como encargo fallido. La más convincente es la del novelista venezolano Guillermo Meneses, que por ese entonces ocupa un puesto diplomático en Bruselas y que publica un artículo sobre La Catira en dos partes en El Universal de Caracas, en verano de 1955. Después de ironizar por algunas reacciones ofendidas a la novela de Cela (que tiene un personaje homosexual, por ejemplo), Meneses argumenta que, precisamente por llamar a las cosas por su nombre, por ser tan directo su lenguaje, La Catira no puede ser aceptada como una novela venezolana. En otras palabras, que Guerrero no usa, quizá porque como venezolano no es amigo de los enunciados directos (siguiendo el razonamiento de Meneses): Venezuela es entonces más conservadora artísticamente que España –al menos en lo que afecta a las formas y a las convenciones sociales–. Esta distancia cultural entre España y América se hace evidente, según Meneses y Guerrero, en la relación de los autores americanos con el lenguaje y su actitud ante la coexistencia de diferentes registros: culto, popular…. El problema literario de La Catira se resume en esta frase de Meneses: «…esa intención filológica destruye casi las más poderosas y limpias escenas de la novela».
Es cierto, pero yo creo además que la intención artística de Cela fue genuina y que el menosprecio con que la trata Guerrero a veces es excesivo e injusto, y está influido por el contexto político. Tal vez pensaba Cela que con ese ejercicio enriquecía lo que quizá le pareció una trama en exceso folletinesca; quizá movido por el sentimiento de no merecer su novela, sin ese trabajo, el generoso contrato ofrecido por los venezolanos. En la trama, sencilla y lineal, creo yo ver una novela, o mejor, una película del oeste: un relato épico al estilo de los de John Ford o William Wyler. El relato de los pioneros en los grandes espacios de América, que atan su destino a la tierra y forjan carácter inflexible, necesario para doblegar al adversario e imponerse a la naturaleza salvaje. Un cuadro épico con detalles de humor y humanidad, con personajes retratados con dos pinceladas estereotípicas como los irlandeses de John Ford.
Cada uno lee sus libros con ojos distintos, a través de las lecturas e imágenes propias. Como novela, prefiero La Catira a Doña Bárbara, la novela clásica sobre el llano venezolano con cuyo autor, el que sería presidente Rómulo Gallegos, se medía o pretendía medirse Pérez Jiménez. Esta ha sido mi tercera lectura venezolana. Doña Bárbara es deudora de la novela decimonónica, aunque fue publicada en 1929. No tiene alardes de estilo ni retratos inolvidables ni originales soluciones narrativas, pero hay poéticas descripciones del llano y enérgicas escenas con personajes de rompe y rasga. Tiene la virtud de retratar -o intentar retratar- el alma de una nación y su principal batalla en ese momento a los ojos de su autor: la civilización contra la barbarie. No es una gran novela, pero es la novela venezolana más que ninguna otra. Una novela de ideas, que contrasta con la de Cela por su decidida toma de partido: «lo que en Gallegos es denuncia, en Cela aparece como una prueba objetiva» dice Manuel G. Cerezales en Informaciones, en una de las pocas reseñas negativamente críticas que aparecieron en España. Yo añadiría que las condiciones de vida en el llano, el estado de naturaleza que simbolizan son, más que retratadas objetivamente, admiradas secretamente por Cela, quien por cierto planeaba más novelas sobre distintas regiones de Venezuela como se sabe por la correspondencia con sus mecenas venezolanos.
Después de Doña Bárbara no tuve más remedio que leer Las lanzas coloradas (1931), primera novela de Arturo Uslar Pietri, que andaba por casa: un arranque prometedor pero en balance un relato previsible, reiterativo y algo inexperto. Otro autor metido en política, otra obra llena de ideas políticas como la de Gallegos (pero no la de Cela), en este caso aplicadas a la guerra de independencia: españoles, criollos, revolucionarios y esclavos. Destellos de vigor estilístico. La colección Catorce cuentos venezolanos, del mismo autor, que también está en casa (aquél era de la biblioteca de Isabel, éste de la mía) es irregular pero se advierte un mayor dominio narrativo. Lástima que la edición (Revista de Occidente, 1969) no indique la fecha de cada cuento.
Ante las protestas de Ivanosca por esta selección que a sus ojos no hace justicia a la literatua venezolana, anoto su última recomendación: Francisco Herrera Luque (Caracas 1927-1991) tiene, me dice, interesantes ensayos y novelas históricas, como Boves, el Urogallo: muy recomendables «ahora que estamos de Bicentenarios». Puede, por tanto, que este ciclo de lecturas venezolanas no acabe aquí…
¿Lo ven? Al final, he superado de lejos las 500 palabras. Y aún se me ocurre un colofón, ahora que después de varias semanas termino esta entrada, ya que hablamos de diplomacia cultural. Anoche veo en la tele, después de muchos años, El tercer hombre de Carol Reed. La experiencia de la vida hace ver cosas que otrora pasaron inadvertidas. Un encantador Wilfred Hyde-White encuentra al ingenuo Joseph Cotten cuando la policía militar británica lo quiere despachar de Viena. Al enterarse de que es escritor, aunque de novelas baratas y apenas conocido –solo el sargento Paine (Bernard Lee), inseparable acompañante del mayor Calloway (Trevor Howard), ha leído alguna de sus novelas–, Crabbin (Hyde-White) lo ficha rápidamente para una conferencia dentro del programa de «propaganda por medio de actividades culturales». La secuencia de la conferencia es memorable: el público vienés va desertando a medida que comprueba que Holly Martins (J. Cotten) no tiene opinión sobre el malestar existencial, no sabe quién es James Joyce y confiesa sin pudor que su principal influencia literaria es Zane Grey, ante la desesperación de Crabbin.
Una mirada irónica sobre la diplomacia cultural de posguerra sobre la que tanta tinta sesuda ha corrido.
Imágenes: 1) Portada de la edición de La Catira, 1955, Editorial NOGUER, Barcelona 1955. Con dibujos de Ricardo Arenys, un gran ilustrador con afición por los caballos; encontrada en eBay. 2) María Félix en el póster de Doña Bárbara (1943), largometraje de Fernando de Fuentes, encontrado en Google Imágenes. 3) Retrato de Wilfred Hyde-White, el optimista diplomático cultural de El tercer hombre, encontrado en www.fancast.com a través de Google Imágenes.