Los otros

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Otros que la han visto –Los otros de Alejandro Amenábar– aseguran que adivinaron enseguida el desenlace de la película. No fue mi caso y eso que  hacía tiempo que había leído, con fuerte impresión, Otra vuelta de  tuerca de Henry James, una espeluznante historia de terror de niños perfecta para ser contada en la penumbra de una casona de pueblo, a ser posible en un solitario fin de semana de invierno. Allí sigue mi ejemplar, en el cajón de la mesita de noche del cuarto de las dos camas, junto al desván.

Quizá atenazado por el suspense y pendiente sólo del próximo susto (y de la bella Nicole Kidman antes de que el botox la convirtiera en un muñeco inexpresivo) no caí en lo que luego se hace evidente: la casa está habitada por fantasmas, es cierto, pero los fantasmas no son los otros, esos recién llegados que empiezan a aparecerse a los niños, sino la madre y sus dos hijos y los sirvientes que no saben cómo contarles la verdad. Hacia el final las piezas van encajando: el aislamiento del mundo exterior, la ausencia prolongada del padre que estaba en la guerra, la soledad de la madre y el cuidado obsesivo, casi sádico de la enfermedad fotofóbica de sus hijos, los otros habitantes del caserón que hacen espiritismo contra las apariciones hostiles, el descubrimiento de las lápidas en el jardín…

Como Nicole Kidman, tardé en darme cuenta de que no eran ellos, sino nosotros, los ausentes. Ellos habían desaparecido de nuestra vida cotidiana y vivían en la memoria como si se hubieran parado en el tiempo, mientras sus vidas continuaban en el lugar de siempre. Les esperábamos añorantes pero dueños de nuestro mundo y, al venir a vernos de tarde en tarde, por separado o en pequeños grupos, era como si fueran ellos los que volvían a casa. En realidad, fuimos nosotros quienes al regresar de aquel largo periodo en el extranjero nos aparecimos, convirtiéndonos en intrusos sin saberlo, almas en pena que invaden la vida de los demás creyendo que son ellos, los otros, los que deben seguir siendo los de antes.

Es útil saber todo esto para aprender cuanto antes a convivir con los vivos, como explica finalmente el ama de llaves a la señora Stewart (Nicole Kidman), y tratar de no hacerles la vida imposible. Es la única manera de alcanzar el descanso eterno.

Ilustraciones: Portrait of a child, de Nicolas Gysis (o Nikolaos Gyzis), portada de la edición de The Turn of the Screw que leí, de Oxford University Press; Nicole Kidman, Alakina Mann y James Bentley en Los otros, de Alejandro Amenábar (2001); Fachada en Willemstraat, La Haya; Fachada en la calle Guerrero y Mendoza, Madrid.

2 respuestas to “Los otros”

  1. Isabel Says:

    Saber que ese inquietante libro descansa en la mesilla de la antigua casa a la que tantas veces recurro en busca de sosiego me sobresalta, aunque no tanto como otros sentidos profundos de esta reflexión. El cable de telefóno atravesando la fachada de la segunda fotografía -a modo de un «busca las 7 diferencias» entre dos fotos, dos etapas- ilustra no obstante por sí sólo que hay algo real y permanente, ineludible que distingue el lugar donde uno esta y de donde viene, algo que impide que uno imponga una realidad a otra y que emana del lugar en el que se está y de donde se procede, ó el que ha adoptado volutanriamente y donde deja cariñosamente y conscientemente olvidados sus libros a la espera de que los encuentren Los Otros- quienes quiera que sean- aún uno mismo, al volver…

  2. miguel de Avendaño Says:

    I couldn’t have put it better myself:
    «The elder Heyst had left behind him a little money and a certain quantity of movable objects, such as books, tables, chairs, and pictures, which might have complained of heartless desertion after many years of faithful service; for there is a soul in things. Heyst, our Heyst, had often thought of them, reproachful and mute, shrouded and locked up in those rooms, far away in London with the sounds of the street reaching them faintly, and sometimes a Little sunshine, when the blinds were pulled up and the windows opened from time to time in pursuance of his original instructions and later reminders. It seemed as if in his conception of a world not worth touching, and perhaps not substantial enough to grasp, these objects familiar to his childhood and his youth, and associated with the memory of an old man, were the only realities, something having an absolute existence. He would never have them sold, or even moved from the places they occupied when he looked upon them last. When he was advised from London that his lease had expired, and that the house, with some others as like it as two peas, was to be demolished, he was surprisingly distressed.» Joseph Conrad, «Victory – A Novel» (1915).

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